“Desarrollo sostenible no podría ser más que crecimiento económico con una hoja de parra ambiental para taparle las peores vergüenzas”
Jorge Riechmann. Un buen encaje en los ecosistemas, Catarata, 2014, p.25.
Desde hace más de cuarenta años escuchamos mensajes de autoridades políticas, grupos de activistas y voces científicas que nos instan a proteger el llamado Medio Ambiente, puesto que la actividad humana ha puesto en peligro el planeta Tierra y es preciso que cambiemos de rumbo para alcanzar formas de desarrollo sostenible.
Sin embargo, a través de este tipo de mensajes hemos caído en una trampa conceptual. Y esta trampa está impidiendo que podamos enfrentar de raíz el gravísimo problema ecosocial que desgarra la sociedad moderna. La razón de este error está en la misma idea de Medio Ambiente. Lo ambiental nos remite a algo externo, a un entorno que nos sirve de escenario, pero del que pareciera que estamos separados, como si el deterioro ambiental no fuera a golpearnos como un bumerán enloquecido.
De este modo se explica que la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas consideren que el Ministerio de Medio Ambiente es infinitamente menos importante que el Ministerio de Economía. Pero esta percepción está profundamente equivocada. Un ejemplo: que la crisis económica de 2008 se haya convertido en una especie de enfermedad crónica es inexplicable sin entender que ya han empezado a agotarse algunos recursos estratégicos.
En cualquier caso, hay que entender que el planeta no está en peligro. Dentro de varios millones de años, lo más probable es que la Tierra sea un lugar exuberante para la vida. Lo que está amenazado es la humanidad. Y especialmente las formas de vida ligadas a la civilización industrial. Todos los datos científicos sobre el estado de nuestra relación con los ecosistemas conducen a una misma conclusión: la sostenibilidad no es una opción, ni un lujo, ni una cuestión de respeto por otras formas de vida. Es una partida a vida o muerte en la que en muy pocos años nos vamos a jugar todo.
Estamos acostumbrados a pensar las soluciones a la crisis ecológica en las coordenadas que dibuja la idea de desarrollo sostenible. Desarrollo sostenible es un término y un proyecto que apareció por primera vez en el informe Brundtland (Nuestro futuro común) en el año 1987. Desarrollo sostenible sería «aquel desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades». Posteriormente, se convirtió en el epicentro conceptual de la Cumbre de la Tierra de 1992 en Río de Janeiro. Y, desde entonces, ha sido considerado el objetivo ambiental oficial de numerosas instituciones y actores de la sociedad civil.
La idea principal del proyecto del desarrollo sostenible es la posibilidad de armonizar crecimiento económico, equidad social y sostenibilidad ambiental. Bajo sus premisas es factible crecer económicamente, luchar contra la pobreza y la desigualdad y hacerlo de un modo que no impida que generaciones futuras disfruten de recursos limitados y no renovables. La sostenibilidad económica tiene en el proyecto un peso central: es uno de los tres pilares básicos del desarrollo sostenible, y se define como una actividad «financieramente posible y económicamente rentable». Bush padre corroboró el sentido último de la idea de desarrollo sostenible con su famosa declaración, al llegar a la cumbre de Río, en la que marcaba la línea roja de cualquier acuerdo hipotético: el modo de vida americano no era negociable. En resumen, nuestras sociedades tienen que volverse sostenibles creciendo.
El desarrollo sostenible nace para volver compatible la sostenibilidad ecológica y el crecimiento económico, y por tanto afirma que es posible la continuidad en el tiempo de nuestro esquema social. Algo que no era evidente en el pensamiento ecologista de las décadas precedentes. En 1972 se publicó el Informe al Club de Roma sobre Límites del Crecimiento, uno de los libros más importantes del siglo XX, con enorme impacto en todo el mundo. En él se planteaba la necesidad de poner fin al crecimiento económico como condición necesaria de nuestras sociedades, pues si continuamos como hasta ahora será imposible evitar el colapso de nuestra civilización.
De la mano de la noción de desarrollo sostenible se ha generalizado la idea de que los problemas medioambientales no tienen conexión con nuestra forma de organizar la sociedad, o de que las cuestiones medioambientales son una cuestión técnica. Nada más lejos de la realidad: estamos ante un desafío económico, político, cultural y de valores, que va a exigir cambios muy profundos.
Muchos autores, como el gran economista ecológico español Jose Manuel Naredo (Jose Manuel Naredo, Raíces económicas del deterioro ecológico y social, Siglo XXI, 2006), consideran que el desarrollo sostenible es un oxímoron. Esto es, algo esencialmente contradictorio, porque nada puede crecer hasta el infinito en un planeta finito. Debates teóricos aparte, los hechos demuestran el fracaso de este modelo de sostenibilidad: en la segunda década del XXI, y tras 25 años de implantación oficial por parte de casi todos los países del mundo, la evolución negativa de todos los indicadores ambientales demuestra que el desarrollo sostenible es un proyecto político inoperante basado en una teoría inconsistente.
Por ello se ha convertido en un concepto moribundo. El fracaso de la Cumbre de la Tierra de Johannesburgo en 2002 escenificó la necesidad de un replanteamiento conceptual de nuestros objetivos ambientales. Hoy diversos conceptos y estrategias diferentes se disputan el hueco del desarrollo sostenible. Hay quien considera que hay que transformar los servicios de la naturaleza en mercancías que se compran y se venden. Si se internalizan los costes y se hace negocio con ellos la crisis ecológica tendrá alguna posibilidad de ser tomada en serio. La ecología social plantea lo contrario: la sostenibilidad nos exige un modelo de sociedad donde las necesidades de la vida primen sobre las necesidades de aumentar beneficios. La noción de problema ecosocial nace bajo la luz de esta segunda perspectiva y asume tres grandes principios: (a) nuestro modelo social es el que origina la crisis ecológica; (b) la crisis ecológica tiene impactos sociales, económicos y políticos de primera magnitud; (c) solo la transformación del modelo social puede ponernos en el camino de la sostenibilidad.
Todos los datos científicos de los últimos años llevan a la siguiente conclusión: la sostenibilidad no es una opción, es un imperativo de supervivencia. Pero la sostenibilidad, a pesar la popularidad de la palabra, sigue siendo una idea confusa. Jorge Riechmann considera, por ejemplo, que es más “fácil definir lo insostenible que lo sostenible” (Jorge Riechmann, Desarrollo sostenible: la lucha por la interpretación, 1995).
En esencia, la idea de sostenibilidad remite a la tarea de mantener en el tiempo la interacción del ser humano con la biosfera. En otras palabras, sostenible es la actividad humana que se adecua a la dinámica automantenida de los ciclos naturales.
El punto central para pensar la sostenibilidad es el siguiente: los seres humanos somos incapaces de absorber y sustituir a la naturaleza, más bien al contrario, somos ecodependientes, partes subordinadas de la biosfera, y por nuestro propio interés no deberíamos deteriorar las condiciones que nos permiten seguir existiendo. Para que el ser humano no consuma un capital natural insustituible debe prestar atención a la capacidad de regeneración de la naturaleza, así como a su capacidad de asimilación de residuos.
Algunos científicos argumentan que las sociedades humanas son, a la larga, esencialmente insostenibles. Esto supondría que la insostenibilidad es una tragedia a la que estamos condenadas. Y si bien las leyes de la termodinámica parecen confirmar este oráculo, lo más importante es la cuestión de los plazos: muchas sociedades en el pasado han llegado a constituir formas de relación con su entorno suficientemente estables como para perdurar durante milenos. Y más que alcanzar un estado de equilibrio perfecto, de lo que trataría la sostenibilidad es de corregir los desequilibrios peligrosos que hoy nos amenazan.
Además, hay que tener presente que la definición de la sostenibilidad puede llegar a realizarse desde puntos de partida distintos. Por ejemplo, cabe pensar en sociedades cuya apuesta por la sostenibilidad sea totalitaria, militarista y genocida, que opten por la guerra como vía de gestión de la escasez. Y otras sociedades quizá afronten la transición a la sostenibilidad promoviendo modos de vida más austeros, o a través de una meticulosa planificación de los recursos existentes. Por ello no basta con entender la sostenibilidad como un problema técnico. Hay que poner en diálogo nuestra idea de sostenibilidad con un marco moral y con un proyecto colectivo, lo cual tendrá sus propias expresiones sociales y políticas.
Desde el Ayuntamiento de Móstoles apostamos por pensar la sostenibilidad en un marco moral que busca la igualdad, la solidaridad, la cooperación y el respeto a la autonomía; un universalismo moral sensible al respeto por la diversidad como base de la convivencia humana (y progresivamente también de la convivencia humana con otras especies animales). En otras palabras: queremos inscribir la obtención de la sostenibilidad como una actualización del viejo proyecto de emancipación social que desde hace varios siglos viene desarrollando en Occidente lo mejor de nuestra civilización.
Nos hemos acostumbrado a pensar que los daños ecológicos pueden ser cargados indefinidamente a la cuenta del futuro, que la factura de nuestros excesos la pagarán nuestros nietos o bisnietos. Pero el futuro ha llegado. El deterioro ha ido más rápido que nuestra capacidad de percibirlo y el choque del crecimiento económico con los límites del planeta nos ha tocado a nosotros. Cualquier persona que en 2017 tenga menos de 60 años, y alcance la esperanza de vida vigente, va a ser testigo y protagonista de las primeras fases de esta colisión.
Otro mundo es inevitable, y el cambio está sucediendo aquí y ahora. La crisis ecosocial no es una profecía de futuro, sino un acontecimiento que está marcando ya nuestro presente. Y ante sus retos, estamos llegando tarde. La ocasión para hacer una transición ordenada a sociedades sostenibles puede que se haya perdido, o quede muy poco tiempo para aprovecharla. Si la ventana de oportunidad se ha cerrado, nuestra misión será efectuar un aterrizaje de emergencia que permita suavizar el colapso en marcha.
También nos hemos acostumbrado a otra creencia errónea: tener una fe ciega en el futuro, una total confianza en que a nosotros todo nos va a ir siempre a mejor, por primera vez en la historia de la humanidad. Y es que gracias a la ciencia y la tecnología el progreso está asegurado. Por el contrario, el colapso es el resultado más común en la evolución de las sociedades.
Estudiosos de la evolución social, como Tainter o Diamond, han descubierto que cuando una sociedad adquiere demasiada complejidad, esta se vuelve una trampa que puede arrastrar a esa sociedad a la quiebra en forma de colapso. Según Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes el proceso sigue, de forma muy simplificada, el siguiente esquema (Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes, La espiral de la Energía, Libros en Acción, 2014):
Nuestras hipercomplejas sociedades industriales no tienen asegurado haber roto con este maleficio. Nuestro destino no tiene por qué ser distinto al del Imperio Romano, los mayas o la Isla de Pascua. Pero también puede ser diferente. El colapso, aunque frecuente, no es un final necesario. Una encrucijada como la actual puede resolverse con un gran salto hacia delante, como fue la revolución industrial y la neolítica, si bien en esos momentos se pudo incrementar el uso de la energía. En nuestro caso quizá consigamos, con un proceso de crisis de reorganización, que el sistema pueda estabilizarse en un estado estacionario, como hacen los ecosistemas maduros (por ejemplo, los bosques).
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