Uno de los princípiales obstáculos que encontramos en nuestro marco cultural para comprender el problema de la crisis ecosocial es el papel de la tecnolatría como religión de sustitución. Esto es, como un conjunto de ideas que cumple en las sociedades modernas el mismo tipo de papel que la religión cumplía en las sociedades antiguas. Podríamos definir tecnolatría como la ilusión sobre las posibilidades infinitas de la tecnología para solucionar cualquier problema. La fe en la tecnología es la mitología en la que hunde sus raíces toda la vida moderna. Un relato cósmico que promete y promueve también su particular utopía y su modelo de salvación. No por casualidad la conclusión del mito del progreso, que hoy nos gobierna, parece ser cada vez más la superación del ser humano y su cárcel terrenal-corporal-mortal, por la vía de la aventura espacial o por la fusión de su mente con los ordenadores.
Nuestra cultura tecnólatra nos ha enseñado a pensar la tecnología como una variable independiente y en progreso permanente, pero esto no es cierto. La tecnología está envuelta en una sociedad que tiene que ser viable para que los aparatos puedan funcionar y en una naturaleza, de donde extrae recursos y energía y a la que no puede sustituir. Si la naturaleza que aporta los recursos y los sumideros se degrada, o si el sistema social colapsa, los sistemas técnicos se hunden. Por eso los romanos pudieron hacer obras de ingeniería que luego tardaron siglos en volver a ser posibles.
Si queremos apostar nuestra solución simplemente al desarrollo tecnológico, las cuentas ecológicas no cuadran. Es indudable que las mejoras tecnológicas pueden jugar un papel, y lo jugarán, pero no van a permitirnos crecer hasta el infinito en un planeta finito. Y no tendremos nunca más planeta que este. Aunque el cine nos haya acostumbrado a pensar que el astronauta es el ser humano del futuro, y La Tierra solo un primer paso de la evolución, lo cierto es que el programa de conquista del espacio ha resultado decepcionante. Un lustro de exploración lunar repentinamente abortado (el programa Apolo), algunas sondas exploratorias lanzadas al cosmos como botellas al mar y la Estación Espacial Internacional a 400 km del suelo parecen un resultado demasiado pobre si esperamos en diez o veinte años explotaciones mineras en las lunas de Júpiter o en un siglo la terraformación de Marte. La razón de este fracaso es una inviabilidad económica que traduce una inviabilidad ecológica: salvar la gravedad terrestre y mantener vivos a seres humanos en condiciones tan radicalmente hostiles implica un derroche energético que solo puede ser asumido, y de modo testimonial, por sociedades energéticamente pletóricas. Como lo fue efímeramente la sociedad industrial de los años sesenta y como ya no lo seremos jamás. Como afirmó Lewis Mumford, quizá el Apolo XI era más un punto final que un principio.
Existe una creencia muy arraigada sobre la neutralidad de la tecnología: un cuchillo en las manos de un cirujano sirve para salvar vidas, y en manos de un psicópata para destruirlas. En este sentido, parecería que el cuchillo no predispone ni al bien ni al mal, y será el uso humano el que le convierta en una herramienta productiva o destructiva.
Pero las tecnologías modernas son esencialmente distintas a los cuchillos. Las tecnologías modernas, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, han dado lugar a un enorme encadenamiento de dispositivos técnicos, un sistema muy complejo, en el que el empleo de un aparato conlleva el empleo de otro y así sucesivamente. Un sistema cuya existencia condiciona y define la vida social, generando dependencias y reduciendo el margen de libertad de las personas. Por ejemplo, ¿cómo podrían hacerse habitables las ciudades modernas, tan extensas, sin transporte motorizado? El automóvil nos ha atrapado porque su desaparición generaría un enorme problema social. En definitiva, las tecnologías modernas han conformado ya no una serie de objetos, sino un mundo. Y un mundo no puede ser usado por las personas libremente, sino que las personas se ven obligadas a adaptarse a él.
Además, las tecnologías modernas han desatado fuerzas con consecuencias incontrolables e imprevisibles, que convierten algo tan seguro como el fallo humano en un crimen. La energía nuclear es un ejemplo de tecnología demasiado compleja para nuestra condición humana: nos obliga a gestionar residuos radioactivos durante un tiempo muchísimo más largo del que nos es sensato planificar y pensar. Lo mismo podríamos decir de la biología sintética o la nanotecnología.
Una sociedad sostenible no implica un rechazo romántico a la tecnología. Es de esperar que algunos desarrollos técnicos, orientados por otras formas de organización social, puedan tener un papel fundamental para asegurar una vida buena en un contexto de declive energético y material. Sin embargo, transitar a sociedades sostenibles sí que exige replantear la cuestión de la neutralidad de la tecnología en un debate profundo que trate las posibilidades de la elección técnica, las implicaciones totalitarias de ciertos supuestos avances y la posibilidad de aplicar moratorias a algunos desarrollos tecnológicos.
El término ecoeficiencia fue acuñado por el World Business Council for Sustainable Development (WBCSD) en su publicación del año 1992 Changing Course según el cual una empresa se puede considerar ecoeficiente «cuando es capaz de ofertar productos y servicios a un precio competitivo, que satisfacen necesidades humanas, incrementando su calidad de vida, reduciendo progresivamente el impacto medioambiental y la intensidad del uso de recursos a lo largo de su ciclo de vida, al menos hasta el nivel de capacidad de carga del planeta».
Según Alfonso Aranda y Antonio Valero: «los planes de ahorro y eficiencia de la Administración pública han prestado atención a la eficiencia en energía final. Pero se dejan de lado los consumos indirectos de energía embutida en materiales, transporte y agua necesarios para fabricar los productos que consumimos, que sin embargo inducen gran cantidad de consumo energético. La ecoeficiencia analiza los consumos directos (en uso) y los indirectos en todo el ciclo de vida del producto o servicio» (Ahorro, eficiencia energética y ecoeficiencia, El Ecologista # 65, 2010).
La ecoeficiencia, hacer más con menos en todo el ciclo del producto y así mitigar el enorme despilfarro de recursos que hoy cometemos en los procesos industriales, es uno de los soportes fundamentales del rediseño de nuestro sistema técnico para alcanzar sociedades sostenibles. Los márgenes de mejora en este sentido son inmensos. El Club de Roma ha calculado que podríamos desarrollar programas de eficiencia muy radicales con relativamente poco esfuerzo, como se plantea en su propuesta Factor Cuatro: duplicar la satisfacción de necesidades humanas reduciendo a la mitad el consumo de recursos naturales.
Sin embargo, los nuevos desarrollos tecnológicos en el marco de la ecoeficiencia son condición necesaria, pero nunca suficiente, para evitar el colapso ecológico. La razón es que la eficiencia ha demostrado presentar siempre comportamientos contradictorios y problemáticos, que quedan resumidos en la llamada paradoja de Jevons: el aumento de la eficiencia en el uso de un recurso trae consigo un efecto rebote que lleva al incremento del consumo, en un abanico que se sitúa entre el 5 y el 50% de lo consumido antes del cambio. Sin contención y autolimitación, la ecoeficiencia será sólo una vuelta más del exprimidor sobre la gran fruta planetaria.
Por ello, es fundamental oponer la idea de suficiencia al discurso de la ecoeficiencia. Y es que mientras que la ecoeficiencia no asegura la frugalidad, y por tanto la reducción de los impactos ecológicos, a la inversa sí que sucede: una estrategia basada en la suficiencia, en la limitación del consumo, va a conllevar, por necesidad, el desarrollo de procesos más ecoeficientes.
El sistema tecnológico y social humano contiene numerosos errores de diseño que lo vuelven poco compatible con los ecosistemas que lo soportan. Uno de los más importantes es su arquitectura lineal frente a los procesos naturales, que son cíclicos. Mientras que la naturaleza tiende a cerrar ciclos, y los desechos de un proceso sirven como recurso a otro proceso, en la mayoría de las actividades industriales los recursos se extraen, se manipulan y se desechan sin ninguna preocupación por el retorno del residuo al ecosistema.
Otro error es el predominio absoluto de los grandes desplazamientos. Mientras que en la naturaleza el transporte vertical de materia, propio de las plantas, es el predominante, el horizontal de los animales es secundario, y el transporte horizontal de larga distancia es un comportamiento muy extraño. Los seres humanos hemos generado un sistema económico obsesionado con mover materiales de un lado a otro de modo febril por todo el planeta.
El último gran error es la creación de instituciones sociales en expansión permanente, como el sistema económico actualmente vigente, cuando en la naturaleza los ecosistemas son expansivos solo en su fase más joven e inmadura, estabilizándose después en un largo estancamiento de madurez.
El principio de biomímesis es un principio que busca imitar los patrones de la naturaleza como fuente de inspiración para lograr diseñar tecnologías e instituciones humanas sostenibles. Es, por ejemplo, la idea base que fundamenta la permacultura. Puesto que la biosfera terrestre es un sistema altamente complejo, con más de 4.500 millones de años de evolución, acumula mucha información muy valiosa sobre patrones de diseño y comportamiento que han demostrado, enormemente, su viabilidad.
Los grandes principios en los que nos debemos inspirar a la hora de rediseñar nuestra tecnología desde el principio de biomímesis son los siguientes: una economía de estado estacionario, volver a vivir del sol, cerrar los ciclos de materiales, no transportar demasiado lejos, evitar los elementos hostiles a la química de la vida y respetar la biodiversidad. A partir de estos principios se adivinan algunas tareas imprescindibles para alcanzar sociedades sostenibles como son la transición energética a las renovables, la relocalización radical de la producción y el consumo, el fin de la obsolescencia programada de las mercancías o la obligatoriedad de que todos los productos conlleven un diseño y ensamblaje sencillo, que facilite los procesos de reparación.
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