“La geografía del petróleo coincide con la geografía del terror”
Pedro Prieto
La creciente tensión ecológica ha llevado a una proliferación espectacular, en las últimas décadas, de los conflictos socioecológicos o ecosociales. Según Joan Martínez Alier «los conflictos socioecológicos se manifiestan en choques de intereses por el uso de un bien o un servicio ambiental; por diferencias entre los que causan y los que sufren un problema ecológico; o por la desigual distribución de los beneficios y costes ambientales» (Joan Martínez Alier et al., Social Metabolism, Ecological Distribution Conflicts and Valuation Languages», Ecological Economics, 2010). La intensificación de la presión sobre los recursos multiplica la explotación de la naturaleza y la destrucción de comunidades y formas de vida tradicionales ha conllevado resistencias populares y la respuesta violenta de los poderes económicos. Según el informe Global Witness, solo en el año 2015 fueron asesinados 185 activistas ecologistas en el mundo por fuerzas paramilitares ligadas a los intereses de grandes corporaciones coaligadas con gobiernos, especialmente en el caso de megaproyectos ligados a la explotación minera. Este fue el caso, por poner un ejemplo entre muchos, de Berta Cáceres: coordinadora del Consejo de Pueblos Indígenas de Honduras (COPINH), líder de la comunidad indígena lenca y defensora de los derechos humanos y los movimientos campesinos.
La existencia de conflictos ecosociales se explica porque la sostenibilidad no es una idea evidente, desligada de interpretaciones diversas, que pueda ser definida de un modo indiscutible. La sostenibilidad es un proyecto vinculado a una dimensión ética que la moldea, a unos sistemas de valores que se enfrentan a otros sistemas de valores. Por eso el proyecto de la sostenibilidad nunca nos convoca a solucionar un problema técnico, sino un problema político que tiene en el conflicto su terreno de juego. Por ejemplo, cabe pensar en sociedades cuya apuesta por la sostenibilidad sea totalitaria, militarista y genocida, basada en la creencia en la desigualdad humana, un ecofascismo que promueva el genocidio o las aventuras bélicas como vía de gestión de la escasez que viene. A esta tentativa por solucionar el problema ecológico, desde el ecologismo social oponemos otra vía: conectar las luchas en pos de la sostenibilidad con el respeto por los Derechos Humanos, concibiendo estos de un modo más amplio y ambicioso de lo que hoy son reconocidos. Entre ambas posiciones, no hay reconciliación posible.
Del mismo modo, es esencial comprender cómo la transición a una sociedad sostenible se enfrenta contra intereses bien organizados que trabajan activamente por impedir cualquier paso serio al respecto. Por ejemplo, los intereses de los respectivos lobbies industriales y las élites empresariales, que ven en la adopción de medidas ecológicas coherentes un ataque a su margen de negocio. Por ello cualquier cambio fundamentado en pos de sociedades compatibles con los límites del planeta va a implicar la reactivación de formas de conflicto social.
La conflictividad social que está provocando la crisis socioecológica desborda el concepto de conflicto ambiental. Esta es una etiqueta que esencialmente hace referencia a la lucha entre algunos megaproyectos industriales y las resistencias que ofrecen poblaciones y comunidades afectadas. Pero en un mundo lleno, con los límites biofísicos sobrepasados, toda lucha social tiende a presentar, en su origen, una fricción socioecológica. Y casi todas plantean en su desarrollo una disputa por la distribución de los recursos, la energía, o la externalización de los costes ambientales.
Por ejemplo, y desde hace al menos un par de décadas, habitamos una guerra mundial indirecta y no declarada en lucha por los recursos cada vez más escasos que ofrece nuestro planeta, especialmente los energéticos. El epicentro de esta guerra mundial orbita alrededor de las reservas de hidrocarburos que se encuentran entre el Mar Caspio y el Golfo Pérsico. Y la pelea es tanto por el control de los yacimientos como por las rutas de extracción y comercialización de los mismos. Las sucesivas guerras de Irak, la invasión de Afganistán, las presiones sobre Irán o la guerra civil en Siria son algunos de los acontecimientos que conforman esta gran guerra por el dominio de la energía. No es casualidad el auge de la islamofobia moderna cuando la mayoría de los recursos fósiles que quedan por explotar se encuentran en naciones musulmanas. Tampoco es coincidencia, en este contexto, el ascenso de movimientos armados antioccidentales de carácter islamista.
Aunque el grueso de la violencia se concentra en Oriente Medio, las ráfagas de esta guerra están ya impactando en los países ricos del sistema mundial a través de diversos actos de terrorismo. Los últimos atentados en Francia son los últimos movimientos en esta siniestra partida de ajedrez. Esta conflagración global por la energía tiene otros teatros de guerra secundarios en otros lugares del mundo, desde la desestabilización de Venezuela hasta la intervención francesa en Mali para asegurarse el control de las minas de uranio del país.
Pero esta conflictividad socioecológica indirecta no debe leerse solo en clave exterior. La crisis socioecológica ha puesto a las economías mundiales en estado de shock, y esto está generando importantes conflictos dentro cada país. Para mantener las tasas de beneficio intactas, las clases empresariales se han visto obligadas a romper la paz social y recrudecer sus presiones sobre el mundo del trabajo. El paro, la precariedad laboral, los recortes sociales y la reactivación de muchas luchas de resistencia contra esta ofensiva son también un producto indirecto de la crisis socioecológica. Como las perspectivas de mejora económica son pequeñas, los marcos legislativos de las democracias occidentales se han ido deslizando, poco a poco, hacia formas de Estado más represivas, como la famosa Ley Mordaza en España, con el objetivo de dotarse de instrumentos para reprimir las protestas sociales que están por venir.
A lo largo de la historia, las migraciones han sido una constante de los seres vivos para adaptarse y encontrar los recursos básicos para la supervivencia. La única especie que ha puesto fronteras a la posibilidad de esos desplazamientos, sobre todo en los últimos decenios, ha sido la especie humana.
Los seres vivos, incluidos los humanos, cuando emigran lo hacen fundamentalmente por necesidad. Bajo esos movimientos subyacen muchas veces importantes alteraciones ambientales que deben ser señaladas como un aspecto básico en la comprensión de los desplazamientos y la migración.
La Organización de Naciones Unidas, en el informe La situación de los refugiados en el mundo. Desplazamientos humanos en el nuevo milenio, reconoce la existencia de desplazados ambientales: decenas de millones de personas son desplazadas directa o indirectamente a causa de la degradación ambiental y desastres naturales o provocados por el hombre.
Según la Federación Internacional de la Cruz Roja y las Sociedades de la Media Luna Roja, un promedio de 211 millones de personas anuales ha sido afectada durante la última década por desastres naturales, triplicando el promedio de la década anterior y siendo cinco veces la cifra de personas afectadas por conflictos armados. Además, muchas de ellas se han visto obligadas a un desplazamiento forzado. Sin embargo, no sólo se producen desplazamientos debido a los desastres naturales, sino que buena parte de los desplazamientos ambientales se deben a la extensión de una multitud de grandes infraestructuras mal (o simplemente no) planificadas, que externalizan los impactos ambientales e ignoran los derechos de los habitantes donde se realizará la actividad. Existen numerosos casos relacionados con represas, zonas de explotación de recursos mineros o instalaciones nucleares, por ejemplo.
Incluso el Banco Mundial calcula que anualmente unos 10 millones de personas son desplazadas y reasentadas forzosamente debido a grandes proyectos de infraestructuras. También se originan desplazados ambientales por una mala gestión de los recursos naturales, marinos o terrestres. Los pescadores senegaleses, impulsados a emigrar por la sobreexplotación de la pesca de sus costas por empresas españolas, son un ejemplo de cómo la sobreexplotación pesquera acaba desplazando a personas hasta nuestras fronteras. Los desplazados por el cultivo de algodón en Uzbekistán son otra muestra de cuán determinante puede ser en términos de desplazamientos una mala gestión del agua. Las políticas agrarias y del territorio son, sin duda, fundamentales en la aceleración o freno de los desplazamientos ambientales.
[Texto extraído de Antonio Hernández et al., La crisis ecosocial en clave educativa, FUHEM ecosocial, 2009, págs. 93-95]
La constatación, a través de muchos estudios, de la desproporcionada exposición a los riesgos ambientales en áreas mayoritariamente pobladas por afrodescendientes, latinos o indígenas en Estados Unidos, llevó a la creación del movimiento por la justicia ambiental, que en este caso tuvo sus orígenes en el movimiento por los derechos civiles de Martin Luther King.
Este desequilibrio ambiental es también una constante en las ciudades de los países ricos, donde las periferias habitadas por las personas con menos recursos, suelen tener una mayor concentración de fábricas, vertederos y otro tipo de infraestructuras que alteran significativamente la calidad de vida.
La utilización del término racismo ambiental está muy relacionado con el colonialismo tanto antiguo como nuevo. Está suficientemente documentado la terrible carga de envenenamiento que los españoles impusieron a los nativos americanos al utilizarlos como esclavos en las minas de plata, por el simple hecho de considerarlos seres inferiores.
Un conflicto actual es el de los mapuches de Chile. En la Araucanía sólo el 20% del total de la tierra está en manos de personas de esa etnia y sin embargo sus tierras “acaparan” el 70% de la basura y la totalidad de las plantas químicas de tratamiento de aguas. Ante esto, las comunidades han recurrido a diversas autoridades nacionales e instancias judiciales y administrativas sin alcanzar soluciones al respecto. Las denuncias se basan en los efectos sociales, culturales, económicos y ambientales que han venido causando y que ponen en riesgo a centenares de familias indígenas mapuche, a quienes no se respetó sus derechos colectivos y tampoco el derecho a consulta ni al consentimiento previo, libre e informado.
En ocasiones esta redistribución ecológica se muestra en términos estrictamente monetarios, como cuando el coste de contaminar en zonas de gente pobre resulta más barato que hacerlo en zonas residenciales. O cuando proyectos de “interés público” exigen expropiación de terrenos o viviendas y lo que se paga por las mismas está en función del nivel adquisitivo de los propietarios.
Por tanto, el término racismo ambiental no se entiende solamente desde la perspectiva de la raza, sino también de la de clase, posición social e incluso género.
[Texto extraído de Antonio Hernández et al., La crisis ecosocial en clave educativa, FUHEM ecosocial, 2009, págs. 92-93]
Desde la Campaña “Quién debe a Quién” se habla de la deuda ecológica como «la obligación y responsabilidad que tienen los países industrializados del Norte con los países del Tercer Mundo, por el saqueo y usufructo de sus bienes naturales: petróleo, minerales, bosques, biodiversidad, bienes marinos; a costa de la energía humana de sus pueblos y de la destrucción, devastación, y contaminación de su patrimonio natural y fuentes de sustento» (Campaña Quién debe a quién, Disponible en: /www.quiendebeaquien.org)
La deuda ecológica hace referencia a la deuda contraída por los países del centro con los países de la periferia debido a las exportaciones, por parte de los primeros, de materias primas y productos primarios a bajo precio sin tener en cuenta los daños ambientales producidos en los países de la periferia y ocupando espacio ambiental para depositar los residuos del centro. Este concepto, como expresa Daniela Russi, «se basa en la idea de justicia ambiental: si todos los habitantes del planeta tienen derecho a la misma cantidad de recursos y la misma porción de espacio ambiental, los que usan más recursos u ocupan más espacio tienen una deuda hacia los otros» (Campaña Quién debe a quién, Disponible en: /www.quiendebeaquien.org)
Algunas formas de deuda ecológica son las siguientes:
Deuda de carbono. Deuda que tienen los países más desarrollados por haber sido los principales responsables de la duplicación de la concentración de gases con efecto invernadero y otros gases que afectan a la capa de ozono.
Biopiratería. Consiste en la apropiación intelectual de material genético y de conocimientos ancestrales que han realizado los laboratorios y la agroindustria, por la cual cobran regalías.
Pasivos ambientales. Se refieren a las actividades con alto impacto ambiental generadas in situ en los ecosistemas, ya sea por extracción de recursos, por reordenación del territorio, por introducción de especies foráneas, etc., y que además deteriora la base para el desarrollo de los pueblos afectados.
Exportación de residuos tóxicos. Es la actividad por la que los países ricos depositan en los países pobres los residuos tóxicos generados en los primeros. tanto las mujeres como los países y personas de la periferia, como la naturaleza, han sido considerados como “espacios” de los que extraer constantemente energías y aportes para nutrir a las sociedades.
[Texto extraído de Antonio Hernández et al., La crisis ecosocial en clave educativa, FUHEM ecosocial, 2009, págs. 100-101]
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