Retos y Alternativas Ecosociales para el siglo XXI

Parte I
El Diagnóstico

Módulo XIII Una economía y una cultura de espaldas a la naturaleza

Las falacias de la economía convencional

La ciencia económica convencional, al menos en las formulaciones de la escuela neoclásica imperante, está atravesada por un conjunto de errores y falacias muy importantes. Dado el poder que la ciencia económica tiene en la toma de decisiones colectivas, se puede afirmar que estos postulados equivocados contribuyen también al agravamiento de la crisis ecosocial en marcha. Estos son algunos de ellos:

  • La economía se basa en una inversión del mundo: en vez de concebir a la economía como un subsistema de la sociedad y esta a su vez de la biosfera, opera al contrario y entiende el mundo físico como un subsistema de la economía.
  • Esta percepción de “mundo al revés” se concreta, en primer lugar, en una concepción de La Tierra como si esta fuera plana: un espacio de recursos infinitos, o en todo caso muy abundantes, que siempre podrán ser explotados a ritmo creciente si el mercado ofrece los estímulos para ello.
  • En segundo lugar, está inversión de mundo contribuye a despreciar el factor natural en la creación de la riqueza.
  • En relación con el desarrollo humano, la inversión del mundo se expresa en el hecho de que la obtención de beneficios, y no la satisfacción de necesidades, tiene la primacía en cualquier proceso económico.
  • En conexión con el punto anterior, la economía prescinde de cualquier reflexión en relación a las necesidades, que son dadas sin examinar las determinaciones históricas que las construyen ni su valor moral. En consecuencia, la pregunta por el sentido final del proceso económico queda en el limbo, desplegándose él mismo como una redundancia infinita que se alimenta de su propio movimiento.
  • A través de las lentes económicas convencionales la heterogeneidad material de la realidad es sometida a una abstracción homogénea y cuantitativa que conduce a la idea errónea de que los bienes económicos son equiparables y sustituibles entre sí.
  • La economía convencional cimenta su contabilidad en el sistema de precios desde el que resulta imposible valorar las especificidades de un bien más allá de su demanda cuantitativa en relación a su percepción de escasez. Como afirma el economista ecológico Oscar Carpintero, los precios son malos transmisores de información económica, pues incorporan trampas y como indicadores de escasez están viciados.
  • La economía bebe de una mala antropología: una concepción muy reduccionista del ser humano como agente racional individual optimizador de recursos, que es profundamente incompatible con todo lo que la literatura psicológica, antropológica, sociológica e historiográfica nos enseña sobre la acción humana.
  • Frente a la idea de maximización que dirige el impulso económico convencional, el comportamiento de cualquier ser vivo es más satisfaciente que maximizador. En los sistemas complejos, como una sociedad, al maximizar una variable deprimimos otras. Estos sistemas se mantienen por la multiplicación de redundancias, pero la maximización elimina las redundancias. Como dice Jorge Riechmann la lógica de maximización es, sencillamente, “ajena al mundo”.
  • La economía convencional ignora la sociedad y demuestra una total ausencia de reflexión sobre las estructuras sociales y los mecanismos de poder que condicionan la realidad económica y que la economía ayuda a reproducir.

Una transición hacia sociedades sostenibles necesita también un cambio en la perspectiva económica, como por ejemplo el que introduce la economía ecológica.

Servicios biosféricos. Fuente: Informe Planeta Vivo WWF, 2016

Servicios biosféricos. Fuente: Informe Planeta Vivo WWF, 2016

Economía convencional versus economía ecológica

El enfoque de la economía convencional contempla el proceso económico como un sistema aislado del entorno social y ecológico, donde solo tienen cabida aquellos objetos que previamente han sido valorados monetariamente y que se mueve como un carrusel donde todo lo producido es consumido y viceversa. Aquí los factores productivos se transforman, sin pérdida o fricción, en bienes y servicios alimentados por un flujo circular de renta que fluye desde las empresas a los hogares y vuelta a empezar. Tal visión del proceso económico genera automáticamente un medio ambiente externo que deja fuera muchas cosas. Entre ellas figuran los recursos naturales o funciones ambientales, que carecen de un precio de mercado, y los residuos y contaminación generada en los procesos productivos.

Así, bajo esta última perspectiva, la economía convencional (de matriz neoclásica) por medio de la Economía Ambiental introduce el concepto de externalidad, que se refiere a un perjuicio o beneficio que se produce al margen de los productores o consumidores de un mercado determinado. Dentro de este marco, se parte del supuesto de que todas las externalidades pueden recibir valoración suficientemente justificada y a partir de aquí juzgar la sostenibilidad en términos de indicadores monetarios “ecológicamente modificados” (PIB verde, ahorro genuino, etc.)

Frente a este enfoque, la economía ecológica plantea que la relación de inclusión es precisamente la contraria: es el sistema económico el que constituye un subsistema dentro de un sistema más amplio como es la biosfera y, por tanto, su dinámica está restringida y debe ser compatible con las leyes que gobiernan el funcionamiento de la propia biosfera (las leyes de la Termodinámica y la Ecología). A diferencia del enfoque convencional, aquí el ámbito económico y el proceso de producción de bienes y servicios se consideran un sistema abierto en estrecha relación con el resto de sistemas sociales y naturales con los que co-evoluciona.

Esto implica ir más allá del tradicional flujo circular de renta entre hogares y empresas, e incorporar los recursos naturales antes de ser valorados, así como los residuos una vez que han perdido su valor, haciendo un seguimiento de los flujos físicos involucrados -directos e indirectos- con objeto de ver el proceso económico en términos de metabolismo social.

La Economía Ecológica pretende evaluar la sostenibilidad desde un punto de vista “fuerte” y como una cuestión de escala y tamaño que el subsistema económico ocupa dentro de la biosfera. Este terreno se puede medir desde varios puntos de vista complementarios: en términos de flujos físicos (metabolismo económico) que contabilizan los requerimientos de energía y materiales directos y ocultos (valorados o no) que entran a formar parte del sistema económico, así como los residuos (sin valor monetario) que se generan como consecuencia de su funcionamiento; o en términos territoriales, que traducen la utilización de recursos naturales en superficie de territorio necesaria para satisfacer el modo de producción y consumo de una determinada población (huella ecológica, land use-land cover, entre otros).

[Texto extraído de Antonio Hernández et al., La crisis ecosocial en clave educativa, FUHEM ecosocial, 2009, págs. 33-35]

La dominación de la naturaleza

La crisis socioecológica no es producto de un problema técnico, ni tampoco de un problema meramente económico, sino que tiene un componente cultural. Desde que surgió la modernidad capitalista hace 500 años, y especialmente en los últimos 250 años de revolución industrial, hemos desarrollado una visión del mundo que nos enseña y nos incita a dominar la naturaleza. Esta visión nos otorga un rol de conquistadores que deben someter y rediseñar el planeta según su capricho y que nos insta a relacionarnos con la biosfera como si esta fuera un botín de guerra. Sin duda, el desarrollo espectacular de la tecnología y la ciencia han alimentado esta empresa de colonización y sometimiento. Pero como ya nos advirtieron muchas sabidurías tradicionales, este acto de soberbia del antropocentrismo moderno es un error histórico que ya está trayendo nefastas consecuencias.

El ser humano, como cualquier otro animal, es un ser ecodependiente. Su vida individual y social está vinculada a su correcta integración en ecosistemas, cuyos servicios y funciones son de una complejidad que desborda permanentemente la apropiación que podemos hacer de ellos. Plantear sustituir a la naturaleza y los servicios que nos presta por dispositivos tecnológicos es una fantasía terrible. Cuando en un sistema una parte crece desmesuradamente y aspira a ser el todo, el sistema se desordena y puede llegar a autodestruirse. En biología, este proceso corporal se llama cáncer. La civilización moderna capitalista ha convertido al ser humano en una especie de cáncer y tendemos a mirar el mundo a través de unas gafas culturales que dan más fuerza si cabe a esta percepción equivocada.

Un ejemplo muy evidente es el relato del mundo como si fuera una máquina. Hemos pensado que la naturaleza es una máquina automática, que se compone de partes que podemos fragmentar y tratar por separado, así como de procesos que debemos maximizar como se maximiza el rendimiento de una máquina. Pero la maximización es contraria a las dinámicas de la vida, que se basan en multiplicar las redundancias y no en suprimirlas. Y la fragmentación nos impide ver las muchas relaciones que explican el funcionamiento de la biosfera como una red altamente compleja. Un elemento que ha incrementado nuestra confusión ha sido la perspectiva del discurso económico, convenciéndonos de que los precios miden el valor material de las cosas, que la naturaleza no produce riqueza o que los recursos son eternamente sustituibles.

Frente a esta cultura de guerra y conquista y sus falsos mitos, tenemos que avanzar hacia una relación con los ecosistemas basada en la cooperación, la simbiosis y el fomento de un sentimiento de amor y admiración por las maravillas naturales.

El mito del progreso

La revolución científica e ideológica que instaura el proyecto de la Modernidad se amplía y se asienta en el Siglo de las Luces, momento en el que se afianza la cultura occidental como visión generalizada del mundo. Fundamentalmente en manos de la economía liberal, la ciencia y su aplicación, desvinculadas de la ética gracias a su halo de objetividad y neutralidad, se ponen al servicio de industria incipiente y del capitalismo, consiguiendo unos aumentos enormes en las escalas de producción, gracias a la disponibilidad de la energía fósil. El capitalismo y la Revolución industrial, con la poderosa tecnociencia a su servicio, terminaron instrumentalizando los ideales de la Ilustración e imponiendo unas relaciones entre las personas y también entre los seres humanos y la naturaleza, guiadas por la utilidad y la maximización de beneficios a cualquier coste.

El concepto de progreso humano se fue construyendo, por tanto, basado en el alejamiento de la naturaleza, de espaldas a sus límites y dinámicas. El desarrollo tecnológico fue considerado como el motor del progreso, al servicio de una idea simplificadora que asociaba consumo con bienestar, sobre todo en las últimas décadas, en las que la sociedad de consumo se ha autoproclamado como la solución para todos los problemas humanos. El lema “si puede hacerse, hágase” se impuso, sin que importasen los “para qué” o “para quién” de las diferentes aplicaciones. La ocultación de los deterioros sociales y ambientales que acompañaban a la creciente extracción de materiales y generación de residuos, hicieron que se desease aumentar indefinidamente la producción industrial, creando el mito del crecimiento continuo.

La palabra progreso dotaba de un sentido de satisfacción moral a esta tendencia de la evolución sociocultural. Se consideró que todas las sociedades, de una forma lineal evolucionaban de unos estadios de mayor “atraso” –caza y recolección o ausencia de propiedad privada– hacia nuevas etapas más racionales –civilización industrial o economía de mercado– y que en esta evolución tan inexorable y universal como las leyes de la mecánica, las sociedades europeas se encontraban en el punto más avanzado. Al concebir la historia de los pueblos como un hilo de secuencias que transitaba del salvajismo a la barbarie, para llegar finalmente a la civilización, los europeos, empapados de la convicción etnocéntrica de constituir la “civilización por excelencia”, expoliaron los recursos de los territorios colonizados para alimentar su sistema económico basado en el crecimiento. Sometieron mediante la violencia (posibilitada por la aplicación científica a la tecnología militar) y el dominio cultural a los pueblos colonizados, a los que se consideraba “salvajes” y en un estado muy cercano a la naturaleza.

Esta concepción de progreso, vigente en el presente, ha sido nefasta para los intereses de los pueblos empobrecidos y para los sistemas naturales. La idea de que más es siempre mejor, la desvalorización de los saberes tradicionales, la concepción de la naturaleza como una fuente infinita de recursos, la reducción de la riqueza a lo estrictamente monetario y la fe en que la tecnociencia será capaz de salvarnos en el último momento de cualquier problema, suponen una rémora en un momento en el que resulta urgente un cambio de paradigma civilizatorio. En un planeta con los recursos finitos, es absolutamente imposible extender el estilo de vida occidental, con su enorme consumo de energía, minerales, agua y alimentos (véase apartado 2.2. “La superación de los límites”).

El deterioro social y ambiental no es subproducto del modelo de desarrollo, sino que es una parte insoslayable de ese tipo de desarrollo. Nos encontramos, entonces, ante una crisis civilizatoria que exige un cambio en la forma de estar en el mundo. Los modos de producción de bienes y necesidades de la sociedad industrial han colaborado en la configuración de las relaciones entre las personas. Si la dinámica consumista y la obtención del beneficio en el menor plazo dirigen la organización económica, esta misma lógica se instala en los procesos de socialización y educación, determinando finalmente que las metas a alcanzar por cada individuo se orienten hacia la acumulación, olvidándose de poner en el centro el propio mantenimiento de la vida.

Hoy, el progreso es afrontar la incompatibilidad esencial que existe entre un planeta Tierra con recursos limitados y finitos, y un sistema socioeconómico, el capitalismo que, impulsado por la dinámica de la acumulación del capital, se basa en la expansión continua y conlleva de forma indisoluble a la generación de enormes desigualdades. Se trata de establecer un “nuevo contrato social” que involucre a hombres y mujeres como parte de la naturaleza y seres interdependientes. Progresar será, por tanto, transitar de una lógica de guerra contra las personas, los pueblos y los territorios a una cultura de paz que celebre la diversidad de todo lo vivo, que permita a todas las personas el acceso a los bienes materiales en condiciones de equidad y que se ajuste a los límites y ritmos de los sistemas naturales.

[Texto extraído de Antonio Hernández et al., La crisis ecosocial en clave educativa, FUHEM ecosocial, 2009, págs. 120-122]

El mito de la ciencia neutral

Durante la Modernidad, la ciencia se constituyó en el supuesto de que el pensador puede sustraerse del mundo y contemplarlo como algo independiente de sí mismo, siendo el conocimiento generado absolutamente objetivo y supuestamente neutral y universal. La revolución científica condujo a concebir la naturaleza como una enorme maquinaria que podía ser diseccionada y estudiada en partes. La naturaleza pasaba así a ser considerada un autómata sujeto a unas leyes matemáticas eternas e inmutables que determinan su futuro y explican su pasado.

En la actualidad sabemos que este modelo diseccionador, muy útil para aplicar en la industria, ha resultado enormemente dañino para la vida sobre la Tierra. En un ecosistema, vegetales, animales y microorganismos cooperan intensamente y, por ello, no puede ser comprendido estudiando cada parte por separado. La consideración del conocimiento derivado de la ciencia moderna como objetivo y con validez universal, así como la oportunidad de difundirlo que ofrecieron los procesos colonizadores, han hecho de la ciencia occidental el principal sistema de conocimiento que ha tenido la humanidad. De este modo, se olvida que ha habido y hay otras muchas formas de aproximarse al conocimiento que han demostrado su utilidad y cuya validez es equiparable a la de la ciencia. Muchas culturas han aprendido cosas tan básicas como qué cosas puede o no comer, relacionarse, navegar, cultivar, curar sus enfermedades o resguardarse, utilizando fórmulas de conocimiento que no han tenido mucho que ver con la concepción de la ciencia moderna. La supuesta universalidad de la ciencia occidental hace que se desprecien otras formas de conocimiento.

Pero, además, al pensar que el conocimiento científico era objetivo, se alimentó la ilusión de una neutralidad, tanto del proceso de conocimiento como de la figura de la persona científica, que justifica que la ciencia quede exenta de análisis éticos. Sin embargo, la ciencia dista mucho de ser neutra. Por ejemplo, en la década de los noventa en EEUU «más del 50% de los matemáticos eran contratados para hacer estudios militares o económicos».55 De forma mayoritaria, se financian investigaciones que pueden ser aplicadas en la industria produciendo importantes beneficios. Del mismo modo, muchas veces no se investiga aquello que pueda afectar a las cuentas de alguna multinacional. Sólo así se explica que existan tantas investigaciones en torno a la producción de nuevos transgénicos o de las telecomunicaciones, pero que sea tan complicado encontrar estudios sobre las repercusiones que el consumo de alimentos transgénicos puede tener sobre la salud de las personas y los ecosistemas, o sobre los efectos de las ondas electromagnéticas en los seres vivos. En las universidades, una buena parte de la investigación en realidad está financiada por empresas que confían en utilizar el conocimiento derivado de la misma.

[Texto extraído de Antonio Hernández et al., La crisis ecosocial en clave educativa, FUHEM ecosocial, 2009, págs. 111-112]

¿Sociedad del conocimiento o sociedad de la información?

El analfabetismo ecológico de los discursos predominantes, que son aquellos que marcan tendencias de comportamiento la ciudadanía, es abrumador. Pero esto es sólo una parte del problema, quizá la menos grave. Más complicado es que una parte de la ciencia moderna está levantada sobre modelos simplistas que leen la naturaleza como si fuera una máquina cuyas partes se pueden diseccionar y entender por separado. Sin embargo, la crisis ecosocial es una realidad sistémica y compleja, con profundas retroalimentaciones, que aún no hemos aprendido a pensar. En muchos ámbitos científicos se carecen de herramientas capaces de atrapar la realidad de los acontecimientos en marcha, y la fragmentación profesional de las ciencias ayuda poco a generar análisis de conjunto. Geólogos, economistas, físicos, sociólogos, biólogos, cada vez más especializados por las lógicas de la competencia económica, parecen estar condenados a un diálogo de sordos.

A esto se le suma que vivimos bajo unas condiciones malas para la racionalidad colectiva. La proliferación desmesurada de información, el caos de las múltiples voces, el poder de los medios de comunicación en la construcción de la realidad (lo que no sale en televisión no existe), y la exigencia de rentabilidad económica que cualquier investigación tiene que demostrar para ganarse el derecho a realizarse, generan una suerte de oscurantismo. Curiosamente, las sociedades de la información somos sociedades muy fértiles para un nuevo tipo de ignorancia. Esta no afecta sólo a los ciudadanos, sino también a los grandes centros de poder que toman importantes decisiones.

Contrasta esta realidad con el mito de la sociedad del conocimiento. La paradoja comienza a esclarecerse cuando entendemos que la palabra conocimiento es empleada, en esta fórmula, como un sinónimo de información. Y la información se parece más a una dinámica de respuesta automática ante signos que a una reflexión (por ejemplo, una bocina de alarma anti incendios, ante la que se responde de manera maquinal, supone información, pero no representa conocimiento alguno).

La sociedad actual es cada vez más rica en datos y signos que generan, en su desmesurada producción, muchas respuestas automáticas. En nuestro presente el volumen de datos sobre cualquier cosa crece exuberantemente día tras día en un proceso amplificado por la era digital. Es ya un tópico común que todo especialista tiene que lidiar constantemente con una avalancha de nuevos datos para simplemente mantenerse al día en su campo y no quedarse anticuado.

La proliferación desmesurada de información genera saberes cada vez más fragmentados y encerrados dentro de ámbitos expertos. Esto se traduce en una desaparición de las capacidades para el conocimiento reflexivo de síntesis. Por todas partes informes parciales nos alertan de tal o cual detalle sobre la situación del mundo que bastarían para demostrar, a la mínima que se interrelacionasen factores, que la vía del crecimiento económico es ya un callejón sin salida.

El consumismo como promesa de felicidad

La publicidad no vende productos ni ideas, sino un modelo adulterado e hipnótico de felicidad

Oliviero Toscani, ex director de las campañas publicitarias de Benetton

La aceleración de la crisis ecosocial en las últimas décadas ha estado indisolublemente ligada a la ampliación del segmento de población mundial que participa de la sociedad de consumo. Aproximadamente, un tercio de la población mundial forma parte de un modelo social basado en la fabricación a gran escala y en la venta continua de millones de mercancías a unos ritmos de producción y consumo nunca vistos.

La historia de la sociedad de consumo es la historia de la masificación de la producción industrial y ha vivido distintas etapas. Durante las primeras décadas del siglo XX el consumo seguía siendo una realidad de élite. El progresivo aumento de la productividad industrial, facilitada por el acceso a grandes yacimientos de petróleo de muy buena calidad, unido al pacto social de posguerra generalizaron el acceso al consumo en Occidente a partir de los años cincuenta. Esta fue la era del confort, del acceso a los electrodomésticos, el automóvil y las vacaciones pagadas. Pero todo ello era posible bajo la bandera de la homogeneidad.

A partir de los años ochenta la sociedad de consumo se transforma. Cubiertas ya las necesidades de millones de personas, de lo que se trataba ahora era crear mecanismos que permitiesen a las personas diferenciarse unas de otras. El consumismo se transformó en un mecanismo de generación de identidad, y su promesa de felicidad en un cultivo intensivo del narcisismo personal.

Hoy el frenesí consumista sería inexplicable sin entender que sirve esencialmente para que las personas definan con él su sitio en el mundo, y encuentren el reconocimiento de los demás. Esto en un contexto en que muchos de los viejos referentes –políticos, religiosos o ideológicos- han dejado de tener sentido, y las comunidades que daban pertenencia están disgregadas o disueltas. Si bien la necesidad de identidad y reconocimiento es algo consustancial al ser humano, que esta necesidad opere a través del consumo enloquecido de mercancías no es un destino inevitable.

Y es que este frenesí tiene poco de natural. La naturaleza humana no está programada para al impulso de compra. El consumismo es una práctica inducida por la necesidad empresarial de vender crecientes volúmenes de producción. Por ello, y al servicio de evitar que la rueda inversión-beneficio se pare, el mundo empresarial invierte millones y millones de euros anuales en marketing y publicidad, que son técnicas científicas para el condicionamiento del comportamiento humano.

La fiebre consumista, y la asociación de la felicidad a la adquisición de mercancías, es la raíz cultural de nuestra crisis de civilización. Un comportamiento de masas que es inexplicable sin entender qué papel juega en el diseño económico de nuestro sistema social. Las consecuencias son innumerables, y no solo en un plano ecológico: la destrucción de recursos naturales a un ritmo artificialmente alto se acompaña de todas las llamadas enfermedades de la abundancia, como son la depresión, la ansiedad, las patologías mentales y el estrés, que presentan un cuadro de epidemia en el mundo desarrollado.

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