“El siglo XXI será el siglo más decisivo de la historia de la humanidad. Supondrá una gran prueba para todas las culturas y sociedades, y para la especie en su conjunto. Una prueba donde se dirimirá nuestra continuidad en la Tierra y la posibilidad de llamar “humana” a la vida que seamos capaces de organizar después. Tenemos ante nosotros el reto de una transformación de calibre análogo al de grandes acontecimientos históricos como la revolución neolítica o la revolución industrial”
Vivimos en el umbral de una gran encrucijada. Una serie de cambios históricos que no tienen precedentes y que pueden conducir a nuestras sociedades a caminos muy diferentes. La crisis económica que se ha enquistado en nuestras vidas, desde hace ya más ocho años, no es solo una crisis económica. Esto es, no se trata solo de una fase depresiva de los ciclos a los que nos tiene acostumbrados el mercado, con sus consiguientes fases de depresión y crecimiento. El crack económico global de 2008, del que todavía arrastramos sus consecuencias, es la manifestación más inmediata de una profunda crisis de civilización que va marcar todo el siglo XXI. Este diagnóstico, al que se suele tildar de catastrofista, está siendo demostrado con rigurosidad por el mejor conocimiento científico de nuestra época.
Una de las causas más importantes de esta crisis es que nuestras economías expansivas, programadas para el crecimiento infinito, han chocado ya con los límites que impone un planeta finito. No es casualidad que el estallido del crack tuviera lugar entre 2007 y 2008, cuando en 2006 el petróleo convencional, el de mejor calidad y más fácil de extraer que ha sido la materia prima más importante en los últimos 60 años, llegó a su techo histórico de producción. El cambio climático y la pérdida de biodiversidad son otras realidades nefastas, generadas por la presión desmedida de la actividad humana sobre la biosfera, que ponen en cuestionamiento el mundo moderno y su viabilidad. Y este choque con los límites del planeta se está produciendo además en el marco de una economía desregulada hasta el extremo, convertida en un casino enloquecido, que arrastra su propio rosario de contradicciones estructurales, como la financiarización y el aumento de las desigualdades.
Pero el problema es mucho más que un problema económico: la crisis supone también la quiebra de muchas instituciones fundamentales, de modos de organizar la vida cotidiana que ya no funcionan, de viejos proyectos políticos que ya no satisfacen demandas ciudadanas ni generan ilusión y de toda una manera de ver el mundo que se está demostrando equivocada. Por ello conviene hablar de crisis de civilización.
Que esta sea una crisis de civilización implica dos cosas: la primera, que el crecimiento económico tal y como lo hemos conocido, tiene los años contados. Sin poder aumentar el consumo de energía, la economía global se convertirá primero en un juego de suma cero (lo que consiga crecer un país lo hará a costa de otros; los beneficios empresariales tendrán que atacar la paz social). Más tarde, el estancamiento, o quizá el decrecimiento, será una realidad material que ninguna política económica podrá revertir. Y esto tendrá enormes consecuencias. La segunda implicación, todavía más importante, es que no habrá salida a la crisis sin un cambio muy profundo de nuestra política, nuestra economía y nuestras formas de vida.
Para comprender el alcance de este diagnóstico, conviene evitar un par de errores comunes: en primer lugar, la historia es irreversible y no podemos volver sobre nuestros pasos. En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, la historia no conoce eterno retorno. Es frecuente analizar la situación actual como un calco de la gran recesión de 1929, sin embargo y a diferencia de esta, nuestra sociedad no solo enfrenta una crisis de sobreproducción. Todos los desequilibrios acumulados durante cuarenta años de políticas económicas neoliberales, como la pérdida de poder de negociación del mundo del trabajo sobre el mundo del capital, aumento de las desigualdades sociales, estancamiento de los salarios, deslocalización industrial, desregulación y financiarización de la economía, recurrencia al crédito y el aumento de la deuda para mantener altos niveles de consumo, se han desarrollado haciendo malabarismos sobre una crisis de sobreconsumo de los recursos básicos que fundamentan nuestro modo de vida.
Los viejos tiempos no van a volver: nuestras sociedades se enfrentarán pronto al dilema de elegir entre alargar un modo de vida insostenible, preparándose para pelear por unos recursos cada vez más escasos, o bien emprender una transición hacia la sostenibilidad que permita vivir bien con menos.
La gravedad de la crisis civilizatoria se amplifica cuando se tiene en cuenta el efecto provocado por las políticas económicas aplicadas durante los últimos cuarenta años. El programa neoliberal ha convertido al mundo en un enorme casino. La producción de riqueza real se está viendo cada vez más suplantada por formas de especulación con riqueza virtual, que facilita el proceso de financiarización de la economía, y que vuelve muy vulnerable la economía productiva de un país.
Según José Manuel Naredo se llama financiarización de la economía al peso creciente que tienen los activos financieros, con relación a los agregados de renta, producto o gasto nacional que componen la llamada economía “real” (real entre comillas, ya que se trata en cualquier caso de agregados monetarios, ajenos a las magnitudes físicas). Algunos datos nos sirven para calibrar este peso creciente de los activos financieros en nuestra economía:
El sistema crediticio (bancos y mercados de capitales) es una necesidad del capitalismo industrial, el cual no sería posible sin el crédito. El crédito permite que los empresarios persigan los máximos beneficios y no tengan que preocuparse de atesorar porque pueden financiar con él sus compras de corto plazo. Los cambios de flujos de crédito facilitan la nivelación de las tasas de beneficio entre sectores económicos y dan al capitalismo su flexibilidad. El creciente papel de la tecnología en la producción rentable exige además una inversión inicial cada vez mayor que sería inasumible sin el crédito.
Pero esta función natural del crédito en el capitalismo se ha visto alterada por toda una serie de políticas de desregulación que han permitido al sistema bancario y las instituciones financieras generar riqueza virtual, en forma de deuda, sin apenas respaldo de trabajo humano real. Como una suerte de complejo cuento de la lechera planetario, la deuda se mantiene en pie porque se incrementa constantemente sobre las rentas futuras esperadas bajo un cálculo especulativo más o menos arriesgado: «la existencia del conjunto de nuestro dinero depende de que esta deuda nunca sea retirada, solo se la haga rodar continuamente» (Herman Daly, Dinero, deuda y riqueza, 1995).
Evolución comparada de la tasa de crecimiento y el nivel de financiarización de la economía global. Fuente: Banco Mundial y Banco de Basilea.
Dos consecuencias importantes se derivan de la financiarización de nuestras economías. La primera es que los altísimos niveles de endeudamiento que ha propiciado son una hipoteca que obliga al crecimiento económico a cualquier precio, pues sin crecimiento las deudas contraídas, y especialmente los intereses asociados, serían impagables. La segunda es que los Estados, atrapados en sus propias trampas de deuda, han visto socavada su autonomía la hora de aplicar políticas económicas.
La pobreza no es una disfunción de nuestro sistema económico. Al contrario, es un prerrequisito para su correcto funcionamiento. Así por ejemplo la disciplina de la mano de obra y la contención salarial se consiguen fundamentalmente gracias al terror a la pobreza y la existencia del desempleo. Sin embargo, a partir de ciertos niveles de productividad el capitalismo también necesita amplias masas de consumidores para dar salida a sus inmensos volúmenes de mercancías y que el ciclo de inversión-beneficio tenga continuidad. Esta es una importante contradicción interna de nuestro sistema económico.
El vaivén capitalista entre la necesidad de pobres y la necesidad de consumidores ha tenido varias fases a lo largo del siglo XX. En algunas de ellas la riqueza producida por la sociedad ha tendido a una distribución más igualitaria y en otras se ha polarizado, aunque la tendencia fundamental ha sido hacia la polarización, siendo los periodos de cierre de la brecha social excepciones históricas a la norma. Un libro reciente de Thomas Piketty documenta de forma minuciosa, y con un amplio respaldo estadístico, cómo se han producido durante la historia del capitalismo desigualdades de riqueza y renta enormes. Esta concentración de riqueza cristalizaría en una suerte de capitalismo patrimonial. El resultado: una oligarquía compuesta por grandes familias endogámicas, que tendrían un poder desproporcionado gracias a su control de los grandes resortes económicos.
Los últimos 40 años suponen un desarrollo extremo en la brecha entre ricos y pobres. Las desigualdades sociales no han dejado de crecer. Este proceso ha ocurrido tanto en el interior de los Estados nación como a nivel planetario. Por ejemplo: la diferencia en remuneración entre un trabajador promedio de una empresa y un alto directivo estaba en 30:1 en 1970. A día de hoy se halla en torno a 300:1. Estas cifras contrastan con la realidad percibida y la realidad deseada por la mayoría social: en España la mayoría de los ciudadanos perciben que la diferencia de ingresos en una empresa es de 8,5: 1. Y la deseada, para lograr un equilibrio justo entre estimulo e incentivos, por un lado, e igualdad de oportunidades por otro, es 3:1. La brecha salarial española real es 127:1. (Jorge Riechmann, Autoconstrucción, La Catarata, 2015).
En 2017 en España, según datos oficiales de Eurostat, el 22% de la población vive bajo el umbral de la pobreza (unos 10 millones de personas), y casi 600.000 familias no acceden a ningún tipo de ingreso oficial.
Evolución comparada del Índice de Gini entre Mali y España, 1994 a 2012. Fuente: Gini Index y Banco Mundial.
Uno de los rasgos de la crisis civilizatoria actual es que las nuevas grandes masas de pobres ya no son rentables para ser laboralmente explotadas. Entre otros factores, como consecuencia de la introducción de nuevas tecnologías en los procesos productivos, que son una condición necesaria para altos niveles de productividad. Por ejemplo, la robótica. Donde yace el volcán del conflicto social en el siglo XXI no es tanto en la explotación laboral sino en la exclusión social.
La crisis socioeconómica no se puede entender sin una conexión profunda con la crisis ecológica. Ambas crisis se retroalimentan, y uno de sus vasos comunicantes esenciales es la energía.
En este punto es preciso profundizar en el peso particular que tiene la energía en el crecimiento económico. En el pensamiento económico imperante es común partir de dos supuestos: (a) el crecimiento económico influye en un mayor consumo energético; (b) la importancia de la energía en la economía es equivalente al coste de la factura energética en el total del PIB, cuya media mundial está en un 10%. Pero estos dos supuestos están siendo discutidos por la economía ecológica, que los ha reinterpretado de la siguiente manera: (a) no ha existido jamás en la historia crecimiento económico que no fuera acompañado, y en muchos casos precedido, de un mayor consumo energético, por lo que se puede establecer que el aumento del consumo de energía es más causa que consecuencia del crecimiento; (b) la importancia de la energía en el desempeño del PIB no está alrededor del 10% sino alrededor de un 60%:
«Mis propios trabajos empíricos sobre casi cincuenta países, y abarcando más de cuarenta años, muestran que en realidad la elasticidad del PIB respecto a la energía primaria está comprendida entre el 40 %, para las zonas menos dependientes del petróleo, como Francia, y el 70 % para Estados Unidos, con una media mundial que oscila en torno al 60 %».
Gael Guiraud, economista ecológico, entrevista
Hechas estas consideraciones, es más fácil entender el papel que la crisis ecosocial ha tenido como desencadenante de la gran recesión global en la que está atrapada la economía global desde el año 2008.
En el año 2006 el mundo llegó al techo máximo de producción de petróleo convencional, el petróleo de buena calidad que ha cimentado la segunda revolución industrial. La escasez física de petróleo convencional fue provocando un alza del precio espectacular durante la primera década del siglo XXI, pasando de 9 dólares en diciembre de 1998 a casi 100 dólares a finales 2007, un auténtico shock petrolífero del calibre de las crisis energéticas de los setenta. No es casual que en este escenario en agosto de 2007 se desencadenara la tormenta de las hipotecas subprime: sin energía barata, las expectativas de crecimiento que mantenían en pie la burbuja inmobiliaria se deshicieron. La cadena de quiebras hipotecarias en EEUU comenzó por las familias de clase baja, que habían optado por vivir en los suburbios, y que ya no pudieron hacer frente al pago de la gasolina. Distancias inasumibles sin petróleo barato: he ahí uno de los talones de Aquiles del mundo moderno.
A partir del 2008, y debido a la especulación provocada por la huida de los capitales a las materias primas tras la explosión de la burbuja inmobiliaria, el precio del petróleo se disparó a máximos históricos incluyendo el ajuste al alza de la inflación (150 dólares el barril en Julio de 2008). Tras el verano boreal de 2008, toda la economía mundial se encontraba contra las cuerdas, aunque la política de bajos tipos de interés de los bancos centrales ha permitido resistir de modo relativamente suave el golpe de este shock petrolífero gracias al recurso del aumento de la deuda.
El precio del barril de petróleo se derrumbó en el 2009 como efecto de la recesión mundial. Sin embargo, tras las mínimas señales de recuperación económica, el petróleo se volvió a colocar en precios cercanos a los 100 dólares. En 2014 el precio volvió a bajar como efecto combinado de la explotación de petróleos no convencionales y, de nuevo, de la ralentización de la economía mundial. Pero los petróleos no convencionales solo son rentables con precios muy altos, por lo que esta nueva bajada de precios ha contribuido a volver inviables muchas inversiones. La consecuencia, un nuevo horizonte de escasez que irá acompañado de una nueva subida brusca de precios y un nuevo peligro de recesión.
La energía, y especialmente el petróleo, ha entrado en una era de volatilidad de precios, que bajarán y subirán en una montaña rusa con tendencia al alza, que es desgarradora para la economía global. La causa última de este proceso no es económica, es geológica, y tiene que ver con el fin de la era del petróleo fácil de extraer.
La crisis civilizatoria también está provocada por un sistema de dominación patriarcal, que es por esencia negador de la vida, su reproducción y sus cuidados. El patriarcado ha relegado tradicionalmente a la mujer a un papel subordinado, ejerciendo dominación externa sobre sus comportamientos y sus cuerpos como una condición indispensable del funcionamiento del orden establecido.
Nuestro actual modelo económico y social no podría funcionar sin una inmensa cantidad de tiempo dedicado a trabajo doméstico y de cuidados. Un ingente esfuerzo material y emocional que realizan fundamentalmente las mujeres, y que no es considerado trabajo por el capitalismo al no estar monetizado. Actividades por tanto invisibilizadas y ninguneadas como algo sin valor ni mérito, pero que resultan imprescindibles para la reproducción de nuestra sociedad. Que estas actividades no sean remuneradas, a pesar de su importancia, explica una parte importante de los beneficios que genera nuestra economía: costos ocultos que aprovechan el trabajo gratuito de las mujeres gracias a una situación de dominación cultural. Al mismo tiempo, nuestras deficiencias en materia de políticas públicas y derechos sociales también son posibles porque se apoyan en esta situación normalizada de desigualdad de género: si como sociedad nos podemos permitir un número de escuelas infantiles públicas insuficiente, o un ratio bajo de camas por habitante en los hospitales, es porque hay un grupo de la población, esencialmente compuesto por mujeres, educadas para entender que esas tareas de mantener la vida son su esfuerzo y responsabilidad natural, algo que les corresponde a ellas.
El pensamiento ecofeminista destaca que este reparto desigual es posible gracias a una tapadera ideológica. Una de las excusas que ha justificado este sistema de poder es una asociación cultural de la mujer con la naturaleza. Para la cultura machista dominante la mujer, por su vínculo biológico con el embarazo y el parto, era un sujeto más cercano a la naturaleza que el hombre. Un ser humano más ligado al instinto y la animalidad. Y por tanto una especie de fuerza salvaje que era preciso controlar y domesticar.
Esta situación secularmente injusta se ha visto agravada, en las últimas décadas, por la masiva incorporación de la mujer al mundo del trabajo. Esta feminización del mercado laboral ha sido una operación imprescindible para asegurar la viabilidad de nuestro sistema económico. Para muchas mujeres, ha supuesto también la conquista de un espacio de libertad, autonomía y desarrollo personal. Pero en la medida en que las tareas de cuidados siguen siendo un ámbito esencialmente femenino, que no se ha repartido de modo equitativo, nuestra sociedad está viéndose sacudida por una auténtica crisis de cuidados: las mujeres tienen que enfrentar una doble jornada laboral, dentro y fuera de casa, tensando mucho su vivencia del tiempo, bloqueando oportunidades y precarizando en consecuencia el ámbito de los cuidados. Algunas expresiones muy visibles de esta crisis de cuidados son la baja tasa de natalidad, los graves problemas ocasionados por las situaciones de dependencia ligadas al envejecimiento o la discapacidad o la externalización de los cuidados, en la que se traslada este problema a las comunidades de origen de las mujeres migrantes que son contratadas en el sector doméstico.
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