Retos y Alternativas Ecosociales para el siglo XXI

Parte I
El Diagnóstico

Módulo V Vivir mejor con menos

¿Cuánto es suficiente?

La clave última de la sostenibilidad son los deseos culturalmente fomentados y el tipo de demandas que generan sobre el mundo. Mientras sigamos deseando como sociedad consumir desaforadamente, el tipo de cambios que nos permitirían avanzar hacia la sostenibilidad parecerán una penalización. Y tenderemos a esquivar o posponer cualquier reforma ecológica seria.

Por ello la autolimitación, la pregunta ¿cuánto es suficiente?, es la cuestión ética-política por excelencia del nuestro tiempo. En un mundo lleno y con recursos en declive, la viabilidad ecológica, la paz y la estabilidad social, exigen que seamos capaces de asumir, tanto personal como colectivamente, una experiencia de lo suficiente que sea justa y deje espacio a los demás.

Las implicaciones colectivas de nuestros deseos van a marcar la batalla cultural y política más importante del siglo XXI. O nos lanzamos a depredar los últimos recursos existentes bajo el amparo de gobiernos militaristas o aprendemos a convivir participando en un movimiento social de autolimitación.

Existen algunos elementos que pueden favorecer una salida de convivencia y no de guerra. El primero es que la abundancia material es una realidad social, como otras muchas, que sufre lo que se denomina contraproductividad. Su disfrute adquiere la forma de una U invertida. Al comienzo un aumento de la abundancia material tiene una enorme repercusión en el bienestar social. Pero llega un punto en que la curva desacelera. Y al cruzar cierto umbral se invierte: las consecuencias de un exceso de riqueza pueden ser también negativas. El viejo de precepto del templo de Delfos, “de nada en demasía”, sigue conservando una sabiduría de alcance profundo. El segundo es que existen experiencias de plenitud muy sencillas que pueden servir para entender que la autolimitación no es un castigo, sino una oportunidad abierta para una vida más plena.

Reinventar otra idea de felicidad

Durante los próximos años la tarea ecologista por excelencia será fomentar un movimiento social que, a partir de un replanteamiento general de nuestras necesidades, nos permita descubrir cómo vivir mejor con menos.

Esta tarea nos introduce como sociedad en un debate filosófico complejo: ¿qué es la felicidad? Durante mucho tiempo se ha asociado felicidad y crecimiento económico de un modo automático. El relato del progreso nos situaba como privilegiados: parecía indudable que las generaciones que nacieron durante el siglo XX tenían muchas mejores condiciones de vida que las generaciones precedentes y, por tanto, muchas más posibilidades de ser felices. Dado que los habitantes de las sociedades industriales poseemos un número tan elevado de esclavos energéticos a nuestro servicio, hay algo de cierto en ello. Pero el análisis de conjunto es más complejo.

Por ejemplo, la antropología social ha demostrado que muchos pueblos cazadores recolectores, que en el viejo esquema evolucionista vivían en lo más bajo de la historia, en unas supuestas condiciones de precariedad y pobreza absoluta, eran a su manera sociedades de la abundancia. Las horas de trabajo destinadas a subsistir eran menores y podían destinar mucho tiempo al juego colectivo, a la convivencia o a dormir.

Es evidente que el secreto de estas sociedades de la abundancia son sus bajas densidades de población. Durante la etapa cazadora-recolectora de la humanidad, la totalidad de la especie en el globo era inferior a la población de algunas grandes ciudades modernas: apenas 10 millones de personas. Y que no se trata de un modelo replicable. Pero pensar en ellas de otra manera nos sirve para cuestionar una concepción del progreso lineal, que asuma que lo mejor solo puede venir de la mano de más crecimiento.

La pregunta por la vida buena ha alimentado la reflexión humana durante milenios. Son muchas las religiones, filosofías o tradiciones sapienciales que han procurado dar respuesta, y esta ha sido muy diversa. Algunas doctrinas apuestan por vincular felicidad a la satisfacción de placeres y necesidades. Otras a la vida lograda, a la realización de las plenas capacidades (se dice que el sabio griego Solón afirmaba que no se podía decir de un hombre vivo que era feliz, porque su trayectoria vital aún no había concluido). Muchas otras han apostado que la vida buena implica una suerte de adecuación al entorno: demostrar capacidad de adaptación a lo que viene, aprender a contentarse con lo que uno tiene e incluso suprimir el deseo.

Los estudios en ciencias sociales han aportado alguna luz interesante al respecto: los seres humanos no solo poseemos necesidades físicas, ligadas a la supervivencia del cuerpo biológico. Existen otras muchas necesidades: necesidad de relaciones sociales, necesidad de afecto, de ocio e incluso de trascendencia (que no tiene porque ser religiosa, se refiere a formar parte de algo más grande que uno mismo). Si los elementos que nos permiten satisfacer alguna de estas necesidades al mismo tiempo deprimen la satisfacción de otras, puede considerarse que la idea de vida buena de esa sociedad es problemática.

La reinvención de la idea de felicidad que nos exige la transición ecosocial parte de esta premisa: descubrir necesidades imprescindibles para una vida buena que el actual mecanismo colectivo de felicidad impide o distorsiona.

La sabiduría de nuestros mayores

Nuestras futuras sociedades, caracterizadas por un menor consumo energético y material deben asumir cambios radicales en los modos de vida para volverse sostenibles. Para lograrlo tienen mucho que aprender de la manera de vivir que era común en el pasado, cuando el umbral del sobrepasamiento ecológico aún no había sido traspasado. Estos recursos culturales, en forma de conocimientos, hábitos y técnicas productivas, se han ido forjando durante siglos de evolución, y aunque la sociedad moderna los ha desperdiciado de modo sistemático, todavía perviven como experiencias vivas en los tramos de edad más avanzada de la pirámide demográfica.

Nuestros mayores, que conocieron la vida propia de una sociedad industrial de baja intensidad energética con una fuerte autarquía local (como la que existió en nuestro país hasta la modernización impulsada por la dictadura franquista), guardan un tesoro de cara a lograr la sostenibilidad. Sin embargo, su desaparición física está provocando un proceso de extinción cultural que, para algunas tareas de futuro como la revolución agroecológica, será nefasto, y que hemos de intentar impedir en la medida de nuestras fuerzas.

Mientras todavía sea posible es preciso organizar sistemáticamente un proyecto de rescate cultural y recuperación de saberes tradicionales que sirva de puente generacional entra las herramientas propias de la sostenibilidad espontánea del pasado y las necesidades de la sostenibilidad diseñada del futuro.

La propuesta del ecofeminismo

El ecofeminismo es una corriente de pensamiento, y un movimiento social, que pone a dialogar al feminismo y al ecologismo en un plano de igualdad. Como toda corriente de ideas, alberga muchas tendencias diferentes, y sería más apropiado hablar de ecofeminismos en plural: algunas ecofeministas consideran que la capacidad de dar vida de las mujeres las acerca más a las prácticas del cuidado de la vida (ecofeminismo esencialista) mientras que otras ecofeministas creen que esta proximidad al cuidado de la vida ha venido fomentada por el rol que las mujeres se han visto obligadas a jugar en las sociedades tradicionales (ecofeminismo constructivista).

El ecofeminismo parte de que todos los seres humanos somos seres ecodependientes e interdepencientes, y que la vida humana, sobre todo en sus primeras y en sus últimas etapas, está caracterizada por la vulnerabilidad: para sobrevivir necesitamos la ayuda de los demás. Por eso la vida es una estructura de mutua reciprocidad. Vivimos ayudándonos unas personas a otras.

El ecofeminismo plantea que en los trabajos tradicionalmente asociados a mujeres existe un filón de sabiduría ecológica y de buenas prácticas en las que debemos inspirarnos para la transición ecosocial. Las mujeres han trabajado más directamente en la satisfacción de necesidades humanas, lo han hecho sin la obligación de obtener beneficio económico, bajo lógicas colaborativas, siendo muy versátiles y multifuncionales y además con una fuerte vinculación emocional y afectiva con su tarea. En este sentido, una sociedad sostenible sería una sociedad feminizada.

La lucha feminista ha sido el motor imprescindible de una igualación de derechos entre mujeres y hombres a la que le queda un largo camino por recorrer. Pero muchos planteamientos feministas, sin una comprensión del problema ecosocial, han terminado facilitando la incorporación de la mujer occidental a un modo de vida masculinizado e insostenible. Con valores y objetivos dictados por el mercado, y que continúa persiguiendo el dominio de la naturaleza para aumentar la acumulación de capital. Y lo ha hecho además a costa de externalizar los cuidados en mujeres inmigrantes de las naciones pobres.

El ecofeminismo plantea recorrer el camino contrario. Asumiendo que las tareas culturalmente catalogadas como femeninas, ligadas al cuidado y a la reproducción de la vida, son el centro de cualquier sociedad decente, de lo que se trata es de incorporar a los hombres a este universo cultural feminizado y generar una estructura temporal igualitaria que entienda que la regeneración de la vida y el respeto por los ciclos naturales de las personas es un deber y un derecho de todos. ¿Cómo podemos empezar esta tarea? Primero situando los cuidados en lo más alto de la jerarquía de las tareas humanas, y después repartiendo equitativamente los tiempos que implican bajo una lógica de respeto a la vida y sus compromisos y no de persecución irracional del beneficio.

En otras palabras: el ecofeminismo propone «colocar la vida en el centro» (Yayo Herrero) frente al predominio del beneficio económico convertido en un fin en sí mismo que se ha vuelto autodestructivo.

Los dones de la lujosa pobreza

Dice un anuncio de la lotería española que no tenemos sueños baratos. Si este eslogan fuera cierto, podríamos dar por perdidas nuestras esperanzas de superar la crisis ecosocial. Y es que sin duda alguna la transición hacia sociedades sostenibles, si queremos además que sea una transición justa, pasa por un movimiento masivo de autolimitación, de renuncia al consumo, Nos exige ser capaces de soñar con sueños baratos. Especialmente en los países ricos. Vivimos en un país en el que millones de nietos de campesinos pobres hemos normalizado comportamientos como tomar un vuelo para ir Londres a ver un concierto. Este tipo de conductas ecológicamente disparatadas son propias de un periodo de tiempo excepcional, que será transitorio y no se podrá mantener. En un mundo en declive energético y material, nuestros hábitos tienen que volverse más sencillos.

Lo interesante de este cambio es que se haga desde el deseo y no desde el sacrificio. Que seamos capaces de reinventar una idea de felicidad que seduzca, que enamore, pero que sea energética y materialmente más austera. Que logremos que la vida cotidiana ya no gire alrededor del impulso de compra sino del disfrute de lo que Emilio Santiago denomina lujosa pobreza: «buscar la austeridad en el consumo de energía y materiales y aspirar, complementariamente, a una nueva abundancia. Abundancia de tiempo, de relaciones sociales, de sentidos significativos, de experiencias maravillosas».

Una vida basada en la buena compañía, en el amor y el erotismo como una aventura, en el deporte, en la creatividad, en el disfrute de pasiones que implican un esfuerzo, en la experiencia religiosa para los creyentes, no es una vida que necesariamente exija un enorme equipamiento energético y material.

A favor de este cambio un hecho interesante: existe ya una sensación arraigada de hastío ante la sociedad de consumo, y lo decepcionante y deprimente que puede llegar a ser su promesa. Por ello el empobrecimiento energético y material quizá pueda ser aprovechado como una oportunidad para un enorme cambio cultural. Como dice Jorge Riechmann, un lema movilizador de este movimiento de lujosa pobreza podría ser «menos segundas viviendas, más años sabáticos».

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